Aprendí a volar cuando era niño. Lo hice demasiado a menudo como para necesitar mis alas y te las regalé por si querías ponértelas cuando todo te supiera a suelo y nada deseases más que enamorarte.
Estabas preciosa con esas alas. No eran ellas sino la sonrisa que dibujaban en tus labios, ajena a todo. No eran mis viejas alas de cera, casi derretidas después de muchos años queriendo dar gracias al sol por ayudarme a sobrellevar las frías madrugadas donde todo era bajo cero. Tu sonrisa se delataba unas centésimas de segundo antes por el brillo de esos ojos abiertos, un brillo adicto a descubrir algo nuevo, harto de deudas con sus dudas. Y marcabas los hoyitos de tu cara, que dejaban paso a labios-misterio, labios-esperanza, labios-carcajada. Labios-tú.
Aquella mañana, cuando me dijiste que ya no necesitabas nuestras viejas alas de cera y pensabas tirarlas, no supe qué decir. Estuve un rato sin articular palabra alguna. No rompí a llorar, no me enfadé ni nació el típico rencor de post-parto. Tú me preguntabas Qué pasa, me decías que Si quería podía quedármelas. Yo asentí, me levanté y cerré la puerta tras de mi. Por primera vez en mi vida, había sentido la necesidad de cerrar una puerta para siempre. Estaba decepcionado. No habías comprendido nada. Nunca supiste para qué sirven esas alas de cera que, evidentemente, a nadie hacen volar.