31 enero, 2011

Inocencia


Aprendí a volar cuando era niño. Lo hice demasiado a menudo como para necesitar mis alas y te las regalé por si querías ponértelas cuando todo te supiera a suelo y nada deseases más que enamorarte.

Estabas preciosa con esas alas. No eran ellas sino la sonrisa que dibujaban en tus labios, ajena a todo. No eran mis viejas alas de cera, casi derretidas después de muchos años queriendo dar gracias al sol por ayudarme a sobrellevar las frías madrugadas donde todo era bajo cero. Tu sonrisa se delataba unas centésimas de segundo antes por el brillo de esos ojos abiertos, un brillo adicto a descubrir algo nuevo, harto de deudas con sus dudas. Y marcabas los hoyitos de tu cara, que dejaban paso a labios-misterio, labios-esperanza, labios-carcajada. Labios-tú.

Aquella mañana, cuando me dijiste que ya no necesitabas nuestras viejas alas de cera y pensabas tirarlas, no supe qué decir. Estuve un rato sin articular palabra alguna. No rompí a llorar, no me enfadé ni nació el típico rencor de post-parto. Tú me preguntabas Qué pasa, me decías que Si quería podía quedármelas. Yo asentí, me levanté y cerré la puerta tras de mi. Por primera vez en mi vida, había sentido la necesidad de cerrar una puerta para siempre. Estaba decepcionado. No habías comprendido nada. Nunca supiste para qué sirven esas alas de cera que, evidentemente, a nadie hacen volar.

19 enero, 2011

La suerte nunca se olvida

A veces suenan campanas en la estación

aunque nuestro tiempo sea carretera;

siempre que nos encontramos

nos reimos de las agujas del reloj,

y no ocurre a menudo

pero la suerte nunca se olvida.


Nacen lo dulce y lo salaz

como nacen los besos entre bocas

y la claridad entre el hambre y la sed

a los que el instinto nos aboca.


Y descubro otro secreto jugando al escondite en tu nuca;

no sé si normalmente los ángeles se visten de demonios

pero por cómo te visten tus ojos intuyo que el truco

está en guardar silencio mientras ese secreto me educa.


Así siento cómo llega el éxodo

y en la cama se acomodan

el silencio, tus ojos y los electrodos

de nuestros cuerpos sin más aforo

que el vuelo de las horas

contigo y nuestra dulce prórroga,

las caricias que sin decir dialogan

al son de tus pupilas cardiólogas

y en mi memoria se acomodan,

en esa cálida y eterna eslora

de lo que adoras y luego añoras.


Desahuciamos a ésta vida rápida

entre las sábanas y otros hábitos,

jugamos durante horas a morar

momentos antes imposibles

y mientras te vi marchar pensé…

Tú que puedes, regálame algo increíble.


Luego sólo nos dijimos:

un abrazo y un beso de andén,

y siempre que te recuerdo sonrío,

pero cuesta despertar...