Hay un caballito de madera
entre las ruinas de esa vieja casa.
La llamaban "la de las flores"
octogenarias cotillas de esa calle
la perpendicular y la de más arriba
que al fresco de la medianoche
se delataban sutiles y envidiosas,
especulando sobre cuándo marchitarían.
Que si las riegan todos los días,
que si mañana o al otro se olvidarán;
que si finalmente ocurre
y se cierra el foro sobre esta distopía
qué nuevas alegrías
tienen pa'abanicarse antes de irse a acostar.
La llamaban "la de los ruidos",
niños chillando, niñas riendo;
madre y padre gritando,
padre y madre gimiendo...
Según pudiesen cuidar a sus hijos
o delegasen en los abuelos
en la caótica complementariedad
de inocencia, amor y deseo.
Ya no hay tejas ahí arriba,
ni una cuarta en sus paredes
y dicen los fantasmas
que todo juego y pasión han de acabar.
Pero el caballito de madera
no está tumbado
y quienes lo compraron
se regalaban ramos
pensando en compartir una vida
y poder despotricar al fresco
sobre absurdas coronas para funeral.
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