Siempre he odiado a la gente que parece
perfecta. No por envidia, ni por simple y absurdo celo visceral,
quizás por vergüenza. De no saber si fingen o aciertan. O puede que
las dos cosas, si piensan en confundir más que en conocerse y
crecer.
A los observadores siempre se nos viene
el mundo grande. Vigilamos un plano, una composición. Cosas inertes,
gentes con vida. Las cosas decoran, parecen y hacen parecer, pero no
son dinámicas sin alguien a su lado, dándoles juego, tocándolas,
otorgándoles la vida intermitente que, de otra forma, nunca
tendrían. Con las personas todo es distinto. Las atamos a los
dieciséis novenos de sus circunstancias en formato estático y si,
por error, le damos a grabar video ellos siguen la cadena de ese
error, se detienen y sonríen para la foto. En la cibersociedad el
mundo gira así, con pausas para registros, ítems que ayudan a
resumir aunque signifiquen generalizar. Carne de red social, el
animal humano se vuelve menos animal y menos humano queriendo definir
lo imprevisible, etiquetando lo imposible de definir con una sola
unión de letras, una sola perspectiva para dibujantes y fotógrafos,
una sola secuencia sin diálogos, voz en off ni gestos cambiantes.
Reduciéndose al instante, al hecho sin matices, la sinopsis aburrida
y facilona.
A los observadores siempre se nos viene
el mundo encima. Te tumbas en pleno verano a ver la lluvia de
perseidas. Las ves aparecer y desaparecer, de una en una, y al rato
te descubres intentando abarcar todo el cielo, barriendo el universo
con una dinámica obsesiva, a ver cuántas coinciden en un mismo
segundo de fama. Entonces el universo cae y te las pierdes todas.
Parecía buena la idea pero no, no obedece a la naturaleza de
nuestras retinas ni a la esencia misma del arte del deleite.
Necesaria singularidad.
Siempre he odiado a la gente que parece
perfecta. Quizás por vergüenza. Menuda contradicción, haberse
acostumbrado a juzgar sin saber. Si fingen o aciertan. Si sonríes y
aceptas esa forma de ganar, perder, simplificar. O dar un paso atrás
para volver a aprender. Sin aceptar. Sin sucumbir a ser o convertir a
quien tienes enfrente en otra puta etiqueta.
Siempre he odiado a la gente que parece
perfecta, sí. Consciente de que no existe, o no debería. A los
observadores nos pierden las imperfecciones. Las taras, los errores,
la suerte. Las casualidades que nos marcan, sin más.
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