Hundiendo mis manos en la arena,
con la boca abierta y los ojos llenos,
ante una enorme y llana luna
descubrí que no hay desierto como tal
cuando el universo se desnuda.
¿Qué soy ahora si no un bello instante
que palpo, siento y agarro
hasta que nada ni nadie le impida caer?
¿Qué seré después si no un mágico recuerdo
que avanzará en su brillo indomable
para mostrarme el valor de aprender y crecer?
Nada tan diminuto ni tan grande,
ni menos insignificante
como el grano de arena, la sombra de luna,
el impulso de pararte a mirar,
sentir, gritar o callar, estremecerte o abandonarte,
o correr a ver qué te espera más adelante
cuando lo anterior ya no tiene nada que ofrecer.
A veces maldigo mi mala suerte
y, ya sin rumbo, ato nudos de una misma cuerda
como si jugando o aferrándome a ella
fuese a salvarme de la decepción
y devolverme de una pieza a un sueño ya sin lugar.
Después vuelvo a aquel desierto,
al instante en que me sentí luna y arena;
no humano, ni siquiera humanidad.
El viento cambia,
la piel se acaricia y choca,
los corazones se saludan, se despiden
y los besos, las miradas, las camas
a veces dejan de poder decir y significar.
Pero... ¿Qué soy ahora y seré después?
Si no una apología de la búsqueda incesante
de mi más alegre y feliz oportunidad.
El punto de partida es siempre esta paz;
más allá de cualquier puerta,
mucho más allá de Uarzazate.
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