-Nací en la cima de un orgasmo ¿Qué quieres? Siempre río hasta el mar- dijo muy bajito, mirándome fijamente, como quien habla con los ojos y subtitula a golpe de labios. Cuando la conocí ya tenía esas formas de fuego avivado en calma, calor de chimenea que apacigua un invierno en Tromso.
Siempre me hablaba de sus tormentas, y se preguntaba en voz alta si existiría un océano donde pudiese anclar su alma. Después daba un trago, se tapaba con la manta y cambiaba de tema, como escapando de sí en sí. Con casi diez años menos, parecía haber vivido el doble. Se sabía de memoria el canto de los pájaros que escuchaba durante el día. Cantaba para después dudar de los mirlos vestidos de blanco y los gatos que no eran negros. Decía 13 veces 13, convencida de un fatal destino pero intentando enfrentarse.
Después de decir, daba otro trago y, de cuando en cuando, extendía en la mesa alguna otra cosa. Siempre mezclaba, como haciendo equilibrio, y después de inspirar, con los ojos rozando el techo, volvía a los míos. Sonriendo con sus pupilas lunares.
Nunca llegó a decirme que soy tímido, sólo pedía que cuando hablara, la mirase. Respetaba mis tiempos, sin esperar más de mí que yo mismo, y eso me gustaba. Si me notaba callado, decía un simple “Tío, cuéntame algo que no sepa”, y yo desplegaba alguna mierda de teoría de esas que me invento sin ninguna base. Solíamos discutir sin parar. Me encanta provocar a la gente, pero con ella era distinto. Me daba por satisfecho cuando la veía reír lo suficientemente entretenida. Ya lejos de sus dudas, de sí en sí y todo eso.
Y otro trago y otro techo. Se sabía de memoria el monólogo de Martín Hache, ese de que hay que follarse las mentes, y yo le decía que, para eso, lo mejor sigue siendo desnudarse. “Otro pájaro cantando”, qué acertado. Ella pintaba entonces paisajes sin miedos adonde llevarme (-Woww ¿Qué es?- ¡Elige!Aurora boreal vista desde Reikiavik o una parte de tí) y yo escribía en un poema sobre un océano donde quizás sí podría anclarse (-Mírate aquí-¿Aquí?-Si llega tu ancla, sí)
Siempre sin forzar. Si nacía el muerdo, nos mordíamos. Si nacía el sueño, a soñar. Lo que no surgía una noche, se compensaba al día siguiente, como si la luna no se apagase nunca antes de las doce.
Me encantaba su forma de moderse los labios, de hacer como si nada si en vez de su propia boca era la mía. Si sus uñas arrancaban piel como quien acaricia inexacto. Pero, sobretodo, su forma de quitarle el peso a todo cuando el todo era nuestro.
Seguimos viviendo y probando juntos en el poco tiempo que, juntos, me pareció menos aún. Un sábado, al volver a mi ciudad, la llamé para decirle alguna tontería. “Ya he llegado, ¡Que echarme de menos no llame al 112!”. Móvil apagado, días y días y días pensando mierdas y mierdas y mierdas. Pero la vida es exactamente eso: una búsqueda desquiciada que termina flotando.
Y ahora vuelvo a odiar las cajas de madera, los incendios sin quimeras, y mi corazón necesita que la cabeza articule un monólogo. Pero ¿Qué monólogo? Si su ausencia me habla de su ausencia y su recuerdo de su recuerdo. Si sus palabras son sus palabras. Si su sexo en mis ojos cerrados todavía gritan con su voz contra mi cuello y las sábanas, todavía húmedas, hablan de los besos tras los polvos que siempre duraban Hasta mañana.
Recuerdo que una vez iba tan ciego que no pude empalmarme. Ella estaba radiante, alumbraba cada poro de mi puro instinto, pero fue imposible y, cuando pedí perdón con varios sinónimos, la escuché reirse. Me dio el beso más dulce de todos los que supo darme y lo emplazó al día siguiente antes de decirme aquello. Cómo olvidarlo. “Nací en la cima de un orgasmo ¿Qué quieres? Siempre río hasta el mar”.
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