Hay ruidos estremecedores,
ahí fuera y aquí dentro,
unos demasiado vacíos
y otros demasiado llenos.
Qué más da, me dice el pájaro cantor,
posado en la ventana
y cansado ya de testimonios.
Qué más da, si son solo ruidos,
existen tantos y todos tan iguales
que de nada sirve regalar oídos
a quien ahora alienta tu rencor,
tu sufrimiento, tu rabia o tu odio.
Entonces el pájaro calla y empieza a cantar
y su melodía suena a sol de invierno,
a la boca abierta del callado amor,
a mueca sonriente en la cara del olvido,
a risas en serie fundiendo sin negro los episodios.
Y yo me revierto,
dejo las entrañas escapar
mientras adentro bailo
primaveras de descompuestos eneros
y diciembres en Mí bemol para fuego,
violines con tam-tam
y triángulos arrítmicos buscando su podio.
Pero a medio cantar,
el pájaro languidece y empieza a desafinar.
¿Qué te pasa? Le pregunto.
“Me salió una bestia que ya ni recordaba,
de cuándo el pasado me hizo de graznidos
y me vi enjaulado en mi propio soliloquio”
Son agridulces
hasta las metáforas aladas
que nos brinda la simple y bella locura,
le dije.
Respira,
que recién amaneció y ese sol todo lo cura,
sea la herida saco de aire o tachado folio.
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