Son de seda las cadenas de este mundo
nuestro, y de hierro, solos, nosotros. A veces siento esa certeza, en
la mitad de un sueño fúnebre, en el cuarto creciente de la
pesadilla de una mala ingesta.
Despierto y quedo atrapado en la
tentación, pero nadie me impide salir de la cama a cagarme en su
Dios o beber agua. Es simple costumbre quedarse tumbados, pensar que
esa mano que nos acaricia quizás después dejará las riendas.
¿Es una caricia o una ostia? ¿Lleva
la ostia una H? ¿Quién determina el vocabulario que el ilustrado
ostenta para hacer del prójimo un mediocre? ¿Quién defiende el
contenido de una ley? ¿Su ejecutor o el encargado de las prebendas?
Hay un sicario colocando interrogantes, una mano nerviosa con guantes
que se quita y pone, con la intermitencia del superviviente
arrepentido, en medio de la oscuridad de esta noche nuestra.
Podríamos fijarnos en la luna
creciente, pero compran nuestros ojos a cambio de un puñado de
perseidas. Seguramente fuese más bello lo primero, pero nos venden
la novedad y lo seguro, y al final nadie sabe quién compra a quién
en las transacciones donde solo gana un alma muerta. Como si el ahora
no existiese antes, o como si después de ahora sucediese lo futuro y
no un nuevo presente. Pero pasan los segundos y entonces el minutero
de un horario es ansiedad para los días de esos putos agoreros
iracundos.
La profecía es el pasaje idóneo para
el interesado, sí, mas no así para quién no se preocupa y sabe que
vivir es la medicina que al tiempo salva de este ajeno mundo. Hay un
cuco pendiente de cantar alguna verdad, resentido de tanto esperar,
que cuando sale, cuando le dejan, cuando se olvidan, pía hasta
reventar.
Y sólo entonces se reconoce el eco de
un Big Bang en las postrerías de la historia que por igual nos
precede, siendo todos uno. Todo lo que, inevitable, sucede y por
evitar nunca decimos.
Que la verdad sobrevive a la palabra
incluso en la lengua del mudo.
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