Sentados cada uno a un lado de la larga barra del bar. Uno con su tubo de uranio enriquecido; el otro con su jarra de cerveza. Mirándose, en silencio. Ambos con cejas amenazantes, ganas de escupirse y un implícito duelo de no parpadear. La guerra, dicen, es un odio correspondido que se llega a ejecutar. Al barman, más dado a la ingenua tregua, le preguntaron, como testigo, un día después de la lucha de clases. “Pues parecían buena gente, yo pensé que se querían liar”.
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