El niño enclenque de la clase caminaba siempre solo y cabizbajo de vuelta a casa. Lo que se dice andar, andaba, aunque de esa forma inconsciente de quien siente vivir sin aire dentro de su propio estómago. Pasaban los cursos, los veranos con sus septiembres, y el niño de la cabeza gacha se hizo adolescente escuchimizado y, al poco, joven canijo, si no esmirriado. O, peor, birrioso.
Con aquella manía suya de no distinguir metáforas y sinónimos, confundió las pruebas de acceso a la universidad con las de acceso a la vida. Y, claro, suspendió. En los ratos muertos de aquel verano perdido hizo una pausa para soñar una montaña de libros que, de saber escalarla, le llevarían a ser la persona decidida y fuerte que siempre había deseado. De tal manera la soñó que, una vez despierto, sólo leía. Con vehemencia saqueó la biblioteca de su madre, alias “la ducha”, “la de letras” o, según el vecino, “la biensabía”.
Y entre líneas entendió que los sueños, sueños son, pero también pudo saber de las utopías. De su máxima forma, el Amor. Del tránsito al Des-, y cómo un prefijo tan pronto mata como luego inspira. De las paces y las guerras, de rabias que llevan al odio y otras que desembocan en rebeldía. Hoja tras hoja, supo del llanto, nacido a veces de sufrimiento y otras, más saladas, de puro alborozo. De la sonrisa falsa en el lado oscuro de un abrazo. De la sonrisa llana y esdrújula que es regalo sin reemplazo, en la amistad de siempre y la agradablemente repentina.
Según pasaba hojas, descubría un mundo hecho de letras, y al salir a la calle, cuál era su asombro, otro mundo hecho de vida. Quizás más imperfecto pero tan parecido, al imaginarlo con sus nuevos ojos, que cuando se quiso dar cuenta los tenía siempre totalmente abiertos. Cerrar, lo que se dice cerrar, los cerraba, pero de esa forma refleja del casi imperceptible parpadeo. Y la cabeza tan alta que por fin supo lo que es mirar los ojos de otros. De igual a igual, como indios en las buenas novelas de caballerías, las historias de amores correspondidos y los capítulos donde el oprimido no se arrodilla.
Cuando volvió a mirar el calendario, era mucho más fuerte y decidido. En aquel septiembre sí que aprobó, y con nota, la universidad y, en adelante, su vida. Y partió a una nueva ciudad, no sin darle un largo y sentido abrazo a su madre, que quizás algo no sabía.
Su hijo, el que vivía sin aire dentro de su propio estómago, había aprendido a subir al mundo por cada uno de los nudos acumulados en su garganta. El mundo, lo que se dice mundo, ya lo conocía, pero no desde ese precioso lugar... La asombrosa intemperie de uno mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario