Qué aburridas ambiciones esas que gastas,
le dije.
Érase un hombre, o algo parecido,
pegado un maletín
con la pose de los aspirantes a cineastas
que se compran la vocación
en un rastro exclusivo para adictos a fingir.
Según llamó a la puerta,
le ví venir.
Con desquiciada rapidez
sacó un catálogo de cuestionable gusto
y, sin más preámbulo, espetó:
"tengo el largometraje perfecto para tí".
A las cuatro de la tarde
uno no tiene paciencia para cosas así.
"¿Cómo dice señor?"
Que qué aburridas ambiciones, repetí.
Me creeré tu película
cuando no vea venir los créditos.
Tu dios follándote en dieciséis novenos
y tú gimiendo en variados registros
de incuestionable mérito...
...Eso sí es bello realismo;
grábalo y vuelve cuando quieras,
que te compro copias y copias
como para que sobren después de repartir.
El hombre, todavía pegado a su maletín,
entró en el ascensor
mientras ultimaba mi oferta más sutil.
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