El odio es una sensación masoquista y testaruda,
una agonía innecesaria,
un regalo al prójimo
cuando el prójimo es simplemente un hijo de puta.
Lo sé,
pero no me malinterpreten:
no les odio en absoluto.
Me río de ellos,
tantas veces y con tanta fuerza como puedo,
como si no hubiera mañana,
a pulmón, a pecho partido y vísceras asomando,
desde las branquias de un pez que me comí hace años.
No merecen mi odio,
no;
pero sí mi incomprensión reinterpretada,
maldigerida y hecha carcajada.
Sacar la médula espinal de un cuerpo absurdo
y mandársela por correo urgente a su familia política,
con una técnica apurada, cortadita en rebanadas.
Mira que hay cubos de colores para reciclar,
pero ningún "Deposite aquí el cerebro
de los deshumanizados que no le sirvan para nada".
No les odio, no,
ya les juzgará si acaso un Yo futuro
cuando la verdad llame a sus puertas
para cobrarse una larga factura.
Mientras tanto,
puesto que la justicia es lenta
y sólo pone el modo Auto
para multas por psicoriquezas y tráfico,
me van a disculpar si río un rato.
Ahora que la corrección política se lleva tanto
que hasta el pensamiento parece amenazado.
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