Cincuenta y dos años después, Lucía volvió de la mayor guerra que nadie en el mundo pueda recordar dentro de alguien. Vio un letrero medio caído y detrás la que fue su casa, con las paredes desvestidas por el abandono y las enredaderas creciendo despreocupadas. La rodeó con pasos lentos pero ya decidida a empezar de nuevo y, según se acercaba al columpio que su padre construyo en las traseras de su entonces resplandeciente hogar, sintió temblar la tierra. Como golpeando los relojes y calendarios que rigen el ritmo del mundo. Como si, cincuenta y dos años después, su vida recobrase el sentido de cada uno de sus sueños sitiados.
A cada paso, dos golpes de tambor, y otros dos, y otros dos, cada vez más firmes y claros. Ya allí, con sus dedos acariciando una vieja rueda de tractor colgado entre dos cadenas oxidadas, parecía abrirse el suelo de arena ante las arrugas de su cara. Desplazó la rueda con una mano para escarvar debajo con la otra y, después de un rato, ahí estaba. Tal y como se había dejado, dentro de esa vieja lata. Una niña latiendo, intacta.
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