Entran los acordeones por los entresijos de un viejo calendario
y en el quicio de las ventanas susurra el otoño;
un aburrido gris desdibuja las formas de las nubes
pero anoche sudé venciendo en mil pesadillas y ahora me siento verano.
Hay huelga de maquinistas, relojes y mentiras
y en la Plaza de la Santa Protesta todos le cantan a la vida;
charlan los ojos con un brillo inusual,
como si antes de decir todo sonase ya a alegría.
Atardece y, como ajeno, el cielo amenaza azabache
pero me apetece llevar la contraria
y subo con mi bonita maldad a pintar la noche.
Hoy ella no trabaja de camarera
y cuenta desde los adentros qué quiere ser de mayor;
brindo, sin perfer el hilo,
por su belleza entre palabras prendidas
a la osadía de seguir luchando por cuanto soñó.
Cerca, mi amigo mira a una chica
con la boca abierta de un indiscreto animal cazado;
me pregunto cuántos besos de tímidos
habrá en los vasos de la barra y los cubos de basura;
adónde irán las ideas entrecortadas,
las caricias que no se dieron, las piernas descabezadas
y mentes que aun queriendo no se han follado
y se arrepienten luego, en una aurora ya sin cobertura.
Entonces tiemblo y se me escapa el pulso
por los puntos de sutura de mis cosidos delirios,
falso techo de lo que creía ya arrancado.
¡No!No estoy vacío.
Cambiamos de sitio y comentan que hace frío;
me bebo cuatro termómetros
a ver si me templa un poco la razón.
"¡Abrígate!", dicen,
pero me sigue pareciendo verano
y a saber lo que he pintado,
esa luna podría ser sol.
Sonrío a mi amigo, que sigue embobado,
mientras palpo mi pecho.
No digo nada pero le comprendo:
resulta que no he perdido el corazón.
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