El otoño llegó a los ojos de una mujer risueña,
que solo se enfada cuando alguien miente o le llama princesa.
La conocí lejos de Disney, en el Valle de la magia,
donde la felicidad siempre se pare por cesárea
después de luchar contra una lluvia de hojas cayendo
gritando desde los adentros, de pura rabia.
A juzgar por la fortaleza de sus puños
juraría que ella veía el advenimiento de sus lágrimas.
Allí mató a su tristeza del Ambroz
y, por fin sonriendo, cambió de ojos y pasó de página,
paseando con su cesta de mimbre la escala de colores
que era el manto de aquel noviembre.
Fue cuando me miró
y el siseo del viento trajo de un pueblo cercano
un brindis por la alegría
agarrada a las manos, las gargantas, los corazones
al pie de la nueva estación
con pinceles, guitarras, voces y la sintonía
del arte llenando las calles.
"El viento cambia y no hay quien lo señale",
nos dijo un señor experto en vivir.
"Cambia y lo mueve todo de sitio
sin arrancar la llaneza de sus verdades".
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