A menudo despierto sudando
en los amaneceres fríos
de las sábanas tiradas por ahí.
Odio soñar congeladores llenos de fuego,
latas enterradas con músculos despiertos,
cajas de zapatos, bolsas de basura
y ataudes para recuerdos,
cosas que uno encierra para no volver a abrir.
Bostezo y froto mis ojos... Aún da miedo
seguir tan metido en la sala de animales de hielo
que para olvidarme pulí;
uno cada vez
y todos muy parecidos al primero,
con esa arruga disimulada entre la frente y los tobillos,
que con un punzón maté, creyendo que me iba a sobrevivir.
Dónde está el conserje
de mirada inquisidora que guardaba el llavero
y me alejaba a ostias de allí
cuando me veía rondando ese invierno, tentado a repetir.
¿Sería yo mismo?
Que incluso disfrazado caí
en las dudas del doble filo de atreverme a prohibir;
que entré y me ví, inmóvil pero vivo,
en cada una de las estatuas
y tuve que correr por si me congelaba también a mí.
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