El salón es el sitio perfecto para hacer el gilipollas, como la plaza del pueblo, la cola de la pana/frut/pes/carnicería, cualquier escenario donde se lleve sobreactuar o, culmen de la decadencia social, el plató de televisión donde discuten cerebros con billetera más desordenados que la conciencia de un antidisturbios.
Abro el tenderete y cuelgo un calendario de 2019 que sigue empapado de ayer, cuando me dio por menos pensar y más vivir. Que cuando más llueve es cuando me da por salir; después vuelvo y me seco acurrucado, mientras mil gotas se dan de ostias contra la ventana. Les hago burla como si fuesen una versión noventera de mi hermana, y pienso con mi neurona mexicana “Ahorita sí”. Es ese, justo ese y no el antes, el después, ni el ahora que (ahora) (ahora) (ahora) rápido se acaba, el momento en el que más me gusta escribir.
Como si algo o alguien tuviese un ratón conectado a tu cabeza y de repente le diese, CLICK.
El café ya huele a armonía simple y perfecta y esos dos pósters me recuerdan que hay ciudades en océanos y cielos que aún no he visitado ni imaginado a mi manera. Una genial fotografía con una TDK rota me recuerda que a veces no rebobinas ni con Bic, pero esta noche hay concierto y cuando ese viejo tema suene botaré como si Sí.
Enciendo un cigarro, abro el cuaderno, la tinta de ayer se ha corrido y ahora es verde, color Savia nueva. No sé qué palabras tapa esa enredadera, pero subo a ver adónde me lleva. Con el bolígrafo en la boca y los ojos bien abiertos, se me tensan los brazos, el estómago y, según subo, caen los 317 post-it de tareas pendientes que tengo pegados en las suelas. Son amarillos y saben que no cuela.