Érase diez uñas agarradas a una espalda;
el camino hacia la locura
ha de comenzar por desvestir la propia piel.
Su verbo expiraba en mi cuello
cuando comenzó a desatarse la tormenta
y, rendido a la sinfonía de su pulso,
saqué mi alma a la intemperie.
Me empapaba el cardiograma de cubos de pintura,
yo sólo me perdía, me manchaba.
Cuando, ya loco, sentí faltarme el aire
mire en sus ojos redentores
y descubrí el sentido de no pertenecer.
Fue esa dulce muerte,
puesto perdido de todos sus colores,
la que me enseñó a abandonarme.
Ella me arrancaba,
con todas sus uñas, la coraza.
Yo cada vez más mojado,
a cada tinta salida de sus estímulos.
Me dejé llevar;
ni me ahogó, ni me ahogué.
Salí a la superficie de nuestro lago,
dejando en el fondo
al Yo que nos quería sólo por y para él.
Dulce desarraigo
compartir sin pertenecer.
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