19 agosto, 2007

El hombre invisible

Del hombre invisible no quedará mucho, pensaba. No al menos una esquela reflexiva, de esas que homenajean a uno por lo vivido, y no por su muerte, en alguna columna de cualquier periódico o en cualquier reportaje o pequeña noticia; peor, ni tan siquiera en una de tantas ágoras improvisadas por su ciudad. El hombre invisible era eso: invisible. Murió hace poco y Nadia aún no entendía por qué fue tan injustamente olvidado. Las apariencias engañan, claro. Y las palabras. Y la memoria. Como en aquel anuncio de telefonía móvil: será que si no lo cuentas es como si no lo hubieras vivido. Y los actos no los conocen; así mueren en el momento; así muere el beso al amor que descansa; así se borran tus trazos, como si el arte fuera el museo. Pero yo aún te recuerdo, no te preocupes. Ve tranquilo.
Y, sentada en su despacho, seguía pensando en él, que trabajó hasta hace nada un piso más abajo. Nadia bajaba alguna que otra vez a ver a una amiga, hacer fotocopias o discutir con el jefe. También vivían cerca, por lo que las tiendas del barrio les reunieron puntualmente. Ante todo era conocido por su timidez, y esa tremenda capacidad para aislarse de todo y escapar del prójimo, pareciendo no existir. Pareciendo… Muchos le llamaban, las pocas veces que le llamaban, “el soso”; otros “el amargao”; tampoco faltaba “el raro”. Y nada más; nunca se acercaron a preguntarle qué tal o por qué llevas esa cara. Claro que ni siquiera tenía una mayúscula para nombrarle. Amigo, Compañero, Tío. Hubiera bastado con un Raro, o Soso, con S de Sabes que estoy ahí. Ella tampoco regó la primera letra, por eso del tiempo y los cambios, la timidez o el miedo a conocerse, darse más y más cabezazos contra un muro de averigua qué. Pero sabía que él no era como todos creían. Los supo un día, cuando fue a pedir un día libre al jefe. Al entrar en la sala, él estaba ahí, con los ojos tristes que últimamente se dejaba poner. Al salir se detuvo a hacer fotocopias y, como estaba cerca, le oyó hablar con su madre. Sin saber por qué curiosidad, dejó la máquina y, simulando que ordenaba varios documentos, acomodó su oído a la débil voz: sí mamá, estoy muy bien, sí sí, ya sabes que me encanta mi trabajo y que cuando salgo me esperan en casa, ¡¿qué más se puede pedir?! Pero no era así; ella lo sabía. Todo el barrio lo sabía. Su mujer estaba con otro, sus hijos se fueron con ella, y el trabajo, claro, es muy distinto si nadie te espera a la salida. Quizá por eso llevaba aquellos ojos. Seguro. Pero ella le vio así, esbozando una sonrisa con cada palabra, como si le fuera la vida en soñar junto a su madre para que ella le pensara siempre en esa nube y no tuviera nada por lo que preocuparse. Nadia se supo entonces absurda. Supo a todos absurdos. Se vio y les vio perdidos, hundidos en la imagen, la estrecha imagen, tan cerca de la mentira por pequeña, diminuta.
Aquel momento está ahí. Realidad. ¡Quién podría saberla! Comprender… Habría más momentos. Amor de aquellos ahoras. Hay ahoras que se esconden. Habrá tantos como segundos sin medir, que se escaparon con el impulso de un latido, un pum grandioso, ese que hizo que el universo se estremeciera mientras otros pum estaban distraidos. Es normal, pensó inmediatamente Nadia cuando la razón más utilitaria, fría, le llamó la atención. Puede que lo anormal sea estremecerme cuando lo recuerdo, comprender que somos demasiados y nos conocemos demasiado poco. La última vez que dijiste hola al entrar en la frutería yo podría haber sacado la regadera y hacer que mi hache sirviera de balancín. Pero recuerdo tus trazos. Sé que no es tarde. Los siembro y contemplo cada día. La tierra está húmeda. No te preocupes, ve….n tranquilo.

Hace mucho que lo escribí,
para los invisibles, porque nunca lo fuisteis;
cada historia está llena de historias, cada vida y cada alma.