21 septiembre, 2009

Pasión caleidoscópica

…..Ella le besaba con un susurro cálido. A él le parecía un ángel, y se quedaba boquiabierto viéndola subir las escaleras, sintiéndose la persona más afortunada del mundo después de aquel suave beso con el que apenas había rozado sus labios, como una brisa y un aviso de que significaba mucho más que un “hasta mañana”: te echaré de menos.

…Él iba de cama en cama cada noche. Las devoraba según las conocía, tras la eficiencia del piropo inédito que a cualquiera sorprende, tremendo experto. Después del último orgasmo con su pasión efímera dejaba a su media extinta, llegaba el metro y, con un poco de suerte, encontraría a la siguiente. Pero siempre dormía solo. Y justo antes de cerrar los ojos, cada noche, en duermevela recordaba que lo de aquel día sería su eterna condena, porque la mujer de su vida nunca sentía ni media nostalgia.

…Ella esperaba impaciente cada mañana mientras sus manos se dedicaban a teclear el ordenador. Él sabía que cuando llegara a la oficina sus miradas se cruzarían. Y de nuevo ocurría. Tras la sonrisa, el silencio. Ambos dejaban de fumar cuando tenían que pedir fuego, y se sonrojaban cuando una reunión les obligaba a presentar alguna cuestión ante los demás. Y cada noche, sobre la almohada pensaban en el día siguiente, si por fin el ascensor les tendría atrapados durante horas y un ataque de claustrofobia les dejaría desnudos matando oxígeno sin importarles cuánto queda.

…Él jugaba a sentir el tacto de sus piernas bajo la mesa, y de vez en cuando sonreía sin mirarla, para que nadie sospechara. Ella sentía aquel cosquilleo una y otra vez, y sonreía con cierto esfuerzo a su ex-suegra. Las reuniones familiares, se decían, no tienen mucho sentido. Pero aun divorciados habían decidido guardar las apariencias, y por alguna extraña razón volvieron a desear el postre y escaparon juntos después del segundo plato.

…Ella buscaba al hombre de su vida y él a la mujer de su momento. Un error de la agencia les unió en el Retiro un sábado. Vieron el atardecer, navegaron sin atender a los remos mientras él recitaba algunos versos que ella le había regalado a cambio de una flor. Y continuó el día entre palabras, risas y algún violento silencio. Ella encontró al hombre de aquel momento y él a la mujer de su vida, a la que nunca volvería a ver.

…Él veía sus pupilas, dilatadas, pidiendo más. No sabía si quería morder más su cuello o más droga. Ese sería su problema; ella quería más droga y su cuello. Pero la sangre está ahora empapando la camiseta de ambos y su mandíbula desencajada. Él susurra a pesar del siniestro a su oído extasiado: di no a las drogas o muerde con más tacto, pero no dejes de morder.

...Ella quería dejarle. Otro día más había pensado que era lo mejor, pero ésta vez no le dejaría mediar palabra. Entró en su casa y se lo dijo con una rapidez demasiado estricta que delataba un meticuloso ensayo. Él simplemente la miró. Se había cansado de luchar contra la rutina del obseso. "De acuerdo, espero que te vaya todo muy bien", respondió con un pasotismo nunca visto. Ella le miró extrañada por la reacción, totalmente insatisfecha. Cinco minutos después ambos arañaban el techo del salón, y la lámpara les miraba pensando con un brillo especial que, después de todo, la pasión es un vaivén insensato.

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