25 junio, 2010

La última carta

Aquella mañana la casa le parecía mucho más grande, como si todo espacio fuera inmensidad. No había nadie con él y a cada paso cruzaban tras de sí pelusas del tamaño de su nostalgia. Javier iba de un lado a otro sin más propósito que pasar página, pero el folio estaba en su cabeza y allí, bien lo sabía, a veces se escribe con lágrimas cuyo mayor defecto es que es imposible borrarlas por propia voluntad y más aún pretender solamente ojearlas.

Llevaba ya un rato lloviendo a cántaros aquella tinta. Sin que diera tiempo a digerirla, se materializaba en sus ojos y descendía por su cara, caía sobre su camiseta o directamente al suelo y, a ese ritmo, en unos minutos tendría que ir de uno a otro confín de la mansión buceando. Tras la última vuelta para buscar en cada una de las fotografías donde apareciese su padre el trozo de memoria desterrada que le estaba matando, Javier sintió que no había nada que hacer y todo el pesar cayó sobre su corazón, donde por primera vez sintió que tenía una estrecha lata y si los latidos seguían atrapados, presionándole de ese modo, no podría soportarlo.

Decidió, cuando ya creía que era la última posibilidad de volver a respirar, buscar su alivio en la única habitación en la que, a pesar del paso de los años, aún no había sido capaz de entrar sin que se le cayera el mundo encima. Un pequeño cuarto donde su padre había pasado horas y horas escuchando música, fumando, escribiendo y jugando. Entró y, al encender la luz, allí estaba todo. Cubierto de polvo, pero todo seguía allí. El equipo de música, cientos de vinilos cintas y cd’s que muchas veces habían escuchado juntos, el viejo ordenador, la mítica alfombrilla de El Jueves, la caja donde guardaba su pipa, el tabaco ya totalmente seco, antiguas revistas y una bola del mundo. Javier se quedó un rato de pie, inmóvil, intentado recordar. Se sentó en la “silla de las visitas”, como bromeando él y su viejo la llamaban porque parecía un consultorio de tres al cuarto, intentando de nuevo encontrarle. Escuchó música, leyó uno de sus relatos, jugó a sus propios juegos ... Pero por más momentos y momentos que vinieron a su mente, faltaba siempre lo que ese día necesitaba como nunca hasta entonces había necesitado, quizás pensando que sería la última oportunidad. Así que rompió a llorar de nuevo, ésta vez en silencio, rendido, sin esperanza. Y ya roto pensó , antes de irse de allí, que era el momento de escribirle la última carta.


Creí que no habría un día tan triste en toda mi vida como cuando cerraste los ojos por última vez, pero hoy me he dado cuenta de que no recuerdo tu voz. Te he pensado durante horas, he intentado volver a cualquier momento, y nunca había sabido a qué saben las putas lágrimas como ahora mismo. Aterrizó alguna en mi boca y estuve un buen rato cabizbajo, tragando y tragando y no desaparecía. No sé pensar en nada más, sólo buscar tus palabras y que venga a mi cabeza algún tono reconocible. Encendí la luz de esta habitación en la que no suelo entrar porque la silla está vacía, esperando que al poner uno de tus vinilos reviviera cualquier instante compartido. Pero la sal en mi lengua era solo un retén, y sentarme enfrente de la nada no sirvió de mucho. Lo mismo pasó con tus libros, tu ordenador, tu pipa y tus fotografías.

Sabes que siempre fui un ateo sin remedio; no sé por qué en ese maldito invierno empecé a pensar que quizás existieran los ángeles, materializados en el eterno recuerdo de los que se fueron. En tu eterna imagen y tu eterna voz. Pero las imágenes no dicen tanto. Ahora mismo siento que tus fotografías no dicen absolutamente nada. Tengo ganas de tirar ese marco al suelo y pisarlo por si me devuelve a mi ángel. Cambiaría todas tus fotos por un sólo recuerdo. Con uno me basta, aunque fuera durante unos segundos. Porque es el día más jodidamente asqueroso de mi puta vida, y siento que ya no existes de verdad. Que esa mierda de tumba donde te metieron, que nunca he ido ni iré a ver, no oculta nada, que no es ni tan siquiera un pequeño resto en mi memoria. Que es ahora cuando me doy cuenta de que aquella mañana te perdí para siempre.

Y me odio, me odio como nunca me odié, porque no pensé que era lo único que nunca soportaría olvidar, y lo he olvidado. Y no sé por qué cojones te escribo y te pido que vengas, si eso de los ángeles es otro puto invento de mierda que me creí para pensar que siempre podría escucharte decir que estarás conmigo pase lo que pase.

No hay comentarios:

Publicar un comentario