26 mayo, 2013

LOCURA EN SÍ BEMOL

“Apareces de la nada, como un fantasma que sonríe,   que no duele ni da miedo y sólo puede desaparecer. Te vas, vuelves, te vas. Y cuando vuelves a volver, de nuevo todo se detiene. Porque eres tú mi tiempo único, desbocado. Notas musicales frenéticas que uno escucha por primera vez. Yo me dejo ser en él, me limito a sentirte con desconcierto hasta que, como siempre, me traspasas y, por mucho que te siga sintiendo, te dejo de ver”.

A Ángel le ocurre muy a menudo. Va por su casa, por la calle, rompiendo cada reloj que encuentra a su paso en termómetros, escaparates, ayuntamientos. Atenta contra Morfeo en las noches de puñales de su infame insomnio. Hace caer catedrales y callar las campanadas. Él, que no quiere que pase el tiempo, cuando ella no está. Y convoca a los demonios, a antepasados de su vecindad y entes que transitan entre nosecuántos mundos, sin que nadie sepa ni pueda darle dato alguno de ese fantasma que le roba a Cronos, y a Kairos, lo efímero y lo eterno, dejándole a merced de una terrible fiebre.

Cómo arde este muchacho, comentan las vecinas. Acuden sabios de tierras aztecas y familiares nunca vistos a contemplar, impávidos, su soliloquio. La tierra se vuelve plana en la boca desquiciada de Ángel. Galileo, el de una calle más abajo, la envuelve y moja, se la pone en la frente. Pero ni por esas, ni por quinientos rezos, ni por dos mil plegarias al Cristo de los Cuerdos y la Virgen del Olvido, deja Ángel de buscar al fantasma, de esperar a que vuelva, de pensar “sé de este mundo, ahora que este mundo me parece hecho de ti”.

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