“Apareces de la nada, como un fantasma
que sonríe, que no duele ni da miedo y
sólo puede desaparecer. Te vas, vuelves, te vas. Y cuando vuelves a volver, de
nuevo todo se detiene. Porque eres tú mi tiempo único, desbocado. Notas
musicales frenéticas que uno escucha por primera vez. Yo me dejo ser en él, me
limito a sentirte con desconcierto hasta que, como siempre, me traspasas y, por
mucho que te siga sintiendo, te dejo de ver”.
A Ángel le ocurre muy a menudo.
Va por su casa, por la calle, rompiendo cada reloj que encuentra a su paso en
termómetros, escaparates, ayuntamientos. Atenta contra Morfeo en las noches de
puñales de su infame insomnio. Hace caer catedrales y callar las campanadas.
Él, que no quiere que pase el tiempo, cuando ella no está. Y convoca a los
demonios, a antepasados de su vecindad y entes que transitan entre nosecuántos
mundos, sin que nadie sepa ni pueda darle dato alguno de ese fantasma que le
roba a Cronos, y a Kairos, lo efímero y lo eterno, dejándole a merced de una
terrible fiebre.
Cómo arde este muchacho, comentan
las vecinas. Acuden sabios de tierras aztecas y familiares nunca vistos a
contemplar, impávidos, su soliloquio. La tierra se vuelve plana en la boca
desquiciada de Ángel. Galileo, el de una calle más abajo, la envuelve y moja,
se la pone en la frente. Pero ni por esas, ni por quinientos rezos, ni por dos
mil plegarias al Cristo de los Cuerdos y la Virgen del Olvido, deja Ángel de
buscar al fantasma, de esperar a que vuelva, de pensar “sé de este mundo, ahora
que este mundo me parece hecho de ti”.
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