Cuando empezó a atardecer yo ya era luna;
los marineros pagaban a señoras
por ponerse trajes de cola
y quedarse con ellos a solas
y las sirenas, entristecidas, me pedían ayuda.
"¿A quién vamos a cantar?" se preguntaban,
con el aleteo desesperado del corazón en ayunas.
Una luz intermitente no es oscuridad,
o eso se dicen siempre los amantes solteros
en instantes no deseados de su soledad.
Tampoco entonces les consuela
escuchar que no existe la plena claridad;
tachan de falsos los testimonios
de matrimonios precoces, anillos guardados
y dedos buscando roce en cuerpos
a los que no prometieron ni media eternidad.
Mentes que a tientas se conocen
y en esa penumbra descubren
el placer de volver a comenzar.
Cuando empezó a amanecer yo ya era sol;
y las sirenas pagaban a agricultores,
ejecutivos y hombres de biblioteca
aspirantes a intelectuales ratones
por echarse a la mar y dejarse engatusar.
Los marineros aún dormían
mientras les robaban sus embarcaciones.
Aquel día el mar traficaba con emociones
y en él se gestó la resaca final.
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