Está
muy cansada. Las manecillas del reloj se unen en la medianoche.
Habrán pasado quince minutos desde que Nadia cruzó la puerta y
entró en casa, tras un largo día de trabajo. Ahora el colchón la
llama con insistencia, con la pesadez que emerge de un pulso entre el
cuerpo y las ganas, cuando sientes que aunque tengas que dormir, para
ser capaz de rendir al día siguiente, necesitas al menos un momento
para sentir que sigues vivo. Del salón llega un eco televisivo, algo
de humor ingenioso por las cuerdas vocales del presentador de un show
bien pensado y mejor elaborado. Con él se mimetizan las risas de sus
dos compañeros de piso, estudiantes que aún disponen de muchas
horas para percibir la existencia como algo fluido y digno de
desperdiciar como sea mientras sea posible. En tales divagaciones
está cuando las risas, bien por expansión real o bien por
percepción forjada, le suenan a insomnio mental. Otra vez, se dice.
Ha acuñado el término hace una semana, por esa costumbre popular de
ponerle nombres a todo, aunque cuando lo expliques a alguien sepas,
de sobra, que la única respuesta va a ser una ceja arqueada y, en
todo caso, una afirmación circunstancial.
Insomnio
mental: dícese del estado de un individuo cuando su cuerpo pide paz
y la mente grita guerra. Tendente a 1) la exponencial extensión de
cada idea en espirales de aguda profundidad analítica y emotiva, y a
2) un continuo e improductivo enlace de apuntes absurdos sobre cosas
aún más absurdas, si cabe.
Esta
noche el pronóstico se muestra desde el principio muy claro. Ataque
certero, nivel alto/muy alto de insomnio mental modalidad Uno.
Hemisferio izquierdo exaltado. Cuando le ocurre eso, lo único que
desea es desaparecer de sí misma, que todo se detenga y acabe
rápido. Pero si algo es por todos sabido, es que esa es precisamente
la condena del insomnio. Cuando, además, uno se encuentra ante la
vertiente angustiosa todo es más difícil aún, porque ni tan
siquiera puedes saciar tu sed con el monologuista del salón y tus
compañeros de carcajada. Es por ello por lo que Nadia abre de nuevo
la puerta de casa, esta vez para salir sin prisa, sin rumbo y sin
saber cuándo volverá. Desciende dos pisos hasta el portal. Mira
alrededor. Ni un alma. Más de tres millones de personas y ni un alma
en la calle; por mucho que puedan esconderse, resulta una ironía,
piensa. Poco después gira en una, dos, diez calles hasta dar con un
parque desde el que, al menos, se ve la luna. Esa luna filtrada y
rodeada de cierta corrosión naranja, el extraño color con que en
las grandes ciudades pintan el cielo durante la noche.
Se
sienta sobre el césped, que desprende ese olor a humedad
característico de los parques bien cuidados, una entusiasta ilusión
de naturaleza. De todo el día, los únicos momentos que ha tenido
para descansar un poco han sido los caminos de ida y vuelta del
trabajo. Dos horas en el metro durante las cuales se dedica a pensar
si todos aquellos apresurados congéneres tendrán una vida tan
extraña como la suya. Otras veces mira a algún chico imaginando si,
quizás, mientras ninguno de los dos es capaz de conjugar una sonrisa
y un Qué haces después del trabajo, está ante el hombre de su
vida. Pero algo se repite siempre, día tras día, cuando ve al
sonriente señor del acordeón jugando a afinar el ruido de los
raíles con sus dedos y sus brazos bailarines, haya o no buenas
propinas. Se da cuenta de que la felicidad consiste en querer lo que
haces para poder hacer lo que quieres, una filosofía a la que su
padre solía llamar, con el aplomo gramatical que da la experiencia,
“tirar pa´lante”. Ahora, sentada en el parque, piensa en por qué
no fue sincera con la única persona, en las nueve plantas de
oficinas que se patea cada mañana, a la que le hubiese gustado
hablar del afinador de trenes y, quién sabe, de urbanitas príncipes
azules.
Fase
aguda del insomnio: mira hacia el cielo, lo necesita, pero no puede
ver ninguna estrella. La ciudad. El parque. Una mirada alrededor. No
puede dejar de pensarlo… Dónde estará él, dónde habrá ido…
Una gota de agua salada acaricia la mejilla de Nadia. En su cauce
lleva retazos de algo, muy parecido a una triste poesía. Empieza a
llover.
...A
veces el llanto del cielo
parece
la esperanza de la tierra,
otras
es invertir el sentido del vuelo
cuando
la nostalgia nos encierra
hasta
volvernos invisibles…
Muy
cerca de ese parque, las primeras gotas de esta noche levemente
lluviosa también acarician lo que nadie puede ver.
-
¡Otra vez a dormir sobre mojado, así no hay quien descanse un
solo día!―grita Víctor en un callejón, sin más respuesta que su
propio eco.
Han
pasado seis meses desde que aquella pesadilla comenzó, y ya no tiene
muchas fuerzas para seguir. Cada vez menos. No tanto por vivir en la
calle, sino por la soledad a la que ésta le condena. Aprendió
pronto a no infravalorar el concepto de “perro callejero”. Con
tanto tiempo, le gusta reflexionar sobre todo, aun sabiendo que para
conseguir el Nobel es necesario al menos cierto rigor científico.
Perro
callejero: binomio lingüístico comúnmente complementado por “como
un” que, aun refiriéndose expresamente al canino animal, puede
abarcar amplio abanico de especies. Entre ellas, el ser humano.
Al
fin y al cabo, poco a poco su vida se resume en la misma rutina.
Vagar por las calles, sin sentido ni rumbo, y recoger las sobras que
encuentre o que algún misericordioso le deje en el suelo. En eso, el
ser humano y el perro no se distinguen apenas si comparten un
“callejero”. Difícil situación… Bastante tengo con compartir
esta mierda de destino con más de dos mil personas, como para encima
contar con los perros, piensa muchas veces. Sí... Al parecer, no son
pocas las personas que acaban como él en la gran ciudad. Muchas
veces, cuando les observa, tan parecidos, se pregunta si el principio
de su final habría sido el mismo, o parecido al suyo, de haberles
sucedido todo al calor de otro azar. Si se habrán visto obligados a
huir, sin sus padres, parejas e hijos primero, sin sus trabajos
después, sin salir de casa, hasta que una carta les dice que la
vivienda no es tanto un derecho como un buen negocio que exige
puntualidad en los pagos. Y ahora, con el desengaño que otorga el
tiempo, se pregunta si todos esos despojados han sentido, como él,
vergüenza y miedo a sincerarse con los pocos que quedan. Cada vez
menos. El miedo a decirles que es triste pero, sí, están cada vez
más solos. Que se han perdido sin saber cómo seguir, cómo afrontar
la pena, la duda, la memoria, las lágrimas. Que es inevitable la
duda de si han perdido, poco a poco, esa batalla. Sin darse cuenta,
enlazando tristezas, paralizados, arrinconados en el cuarto; viendo
la televisión cada noche sin seguir ninguna trama, ensimismados
hasta que el sueño les atrapa. Que duele, pero ocurre, que de
repente los rincones están fuera, fríos, y te avergüenzas, y
sigues sin saber cómo y a quién pedir auxilio. Todo eso, y más. La
calle, se dice muchas veces, es una eterna pregunta, tan perpetua
como el hambre o la sed, y tan imborrable como el recuerdo de un
abrazo, un cálido abrazo, como aquellos que le daba Noa, su mujer,
cuando algo iba mal. Mientras se levanta y recoge algunos cartones y
una bolsa con algo de comida piensa, mirando alrededor, que él,
después de todo, no tiene culpa de sentirse cansado
―Nadie
me preparó para esto… ¡Nadie!―grita a dos jóvenes que pasean
avenida abajo, agarrados de la mano, inmunes al sentir de Víctor.
Empieza
a andar, sin mucha prisa. Esta noche la lluvia no le hace temer un
mal sueño. Es una lluvia suave, con la que el agua parece levitar en
torno a uno y, al bailar con ella se siente por momentos fuera de sí,
libre, no sólo de su cuerpo, también de todo pasado y cualquier
futuro. Aun así, en el suelo la lluvia languidece, se detiene, y
Víctor sabe que si se tumba de nuevo en cualquier calleja acabará
tiritando, así que decide caminar hasta un lugar más alegre. Ya
después decidirá dónde dormir.
Sigue
el camino de los dos chicos, que ya se habrán esfumado por cualquier
esquina, y sin atender, perdido entre las gotas en su ligero baile,
anda durante un buen rato por esa amplia avenida, sin variar el
rumbo, boquiabierto, sintiendo en las pupilas el extraño vaivén de
una esperanza olvidada. No la ve, pero detrás de sí una pintada
refleja algo que siempre habría querido decir.
“Por
favor, por si vuelvo, dejen una luz encendida”.
Aún sentada, Nadia
se agarra al banco del parque como temiendo salir disparada al
sentarse, a la par, en el banco de sus recuerdos. Y se pregunta
cuánto quedará de él, mientras la lluvia sigue acariciándole la
mejilla. Dicen que le han echado porque cada vez era más callado,
más descuidado con su aspecto y menos eficiente. Lo cierto es que ya
nadie le ve en su barrio. Por eso muchos, incluso ella a veces,
tienen la certeza de que murió. Quizás fuera un rumor. Nunca
pregunta por respeto, porque no quiere entrar en esa espiral de
cuchicheos de oficina en los que, de repente, del morbo nace un
interés por alguien que nadie tuvo nunca, hasta que todas las
conjeturas posibles se han hecho y sólo queda lanzar hipótesis que
se olvidan en cuanto nadie vuelve a hablar de ellas.
Si es así, si está
muerto, no quedará mucho, se contesta. No, al menos, una esquela
reflexiva, de esas que homenajean a uno por lo vivido y no por su
muerte en alguna columna de cualquier periódico o en cualquier
reportaje o pequeña noticia. O peor, ni tan siquiera en una de
tantas ágoras improvisadas por la ciudad.
Aún no entiende por
qué fue tan injustamente tratado y olvidado. Todos le conocían por
su timidez, por esa tremenda capacidad para aislarse de todo y
escaparse del prójimo, tanto que a veces parecía no existir. Cuando
entró en la empresa pasaba por un mal momento, según le habían
comentado. Su mujer le había dejado por otro y se había llevado a
los niños con ella a Southampton, donde el repentino padrastro
trabajaba. Pero las apariencias engañan, claro, se había dicho de
primeras, y después una y otra vez, en cierto modo culpándose por
sucumbir al prejuicio colectivo. Es como aseguraba aquel anuncio de
telefonía móvil: si no lo cuentas es como si no lo hubieses vivido.
Por eso, en vez de intentar conocerle se limitaron a llamarle, las
pocas veces que le llamaban, “el amargao”, “el soso”; tampoco
faltaba “el raro”. Raro... Menuda oda a la relatividad.
Ella sabe que no fue
como decían, que era mucho más que eso. Lo supo un día que fue a
pedir permiso vacaciones al jefe. Al pasar por la sala que daba a su
despacho, él estaba ahí, con los ojos tristes que últimamente se
dejaba poner. Al salir, Nadia se detuvo a hacer fotocopias y, como
estaba cerca de él, le oyó hablar con su madre. Sin saber por qué,
dejó la máquina y, simulando que ordenaba varios documentos,
acomodó su oído a la débil voz: Sí, mamá, estoy muy bien… Sí,
ya sabes que me encanta mi trabajo y que cuando salgo me esperan en
casa, ¿qué más se puede pedir?
Pasaba su voz por
media sonrisa, como si le fuera la vida en soñar junto a su madre
para que ella le pensara siempre en esa nube y no tuviese nada por lo
que preocuparse. Fue entonces Nadia cuando se supo absurda y supo a
todos absurdos, tan hundidos en la imagen, la estrecha imagen, tan
cerca de la mentira por pequeña, diminuta.
Hasta que supo su
nombre, le pensaba “El hombre invisible”, aunque de un modo
cariñoso, porque ella muchas veces se siente igual. Fría,
nostálgica, en este mundo donde la soledad mata lentamente, a base
de nadas y momentos en duermevela. Nadia sabe, claro que sí, que la
diferencia entre la visibilidad y la invisibilidad muchas veces es
sólo una mayúscula. Amigo, Compañero, Tío.
Habría bastado un
simple Raro, o Soso, con S de Sabes que estoy ahí. Ella tampoco regó
la primera letra cuando pudo, por miedo, por timidez… Por lo que
fuera. Y ahora, mientras se levanta para seguir calle arriba, no
puede dejar de pensar en él, en lo triste que es la soledad, en
cuántos en esta gigantesca ciudad se sentirán de ese modo.
Así está durante
un buen rato. Ya no recuerda que llueve cuando cruza la esquina para
entrar en la avenida de camino a su casa y ve a un vagabundo mirando
al cielo, como si intentase divisar una a una, las gotas que caen,
sorprendido por el fenómeno. Justo cuando va a cruzarse con él,
éste abandona la perplejidad de su descubrimiento y la mira. Una
mirada que le resulta familiar, pero a la vez extraña.
¿Le habrá pedido
dinero más veces? Piensa, de primeras, Nadia. Víctor sí la
reconoce al instante, pero sabe que ella no caerá en la cuenta. Deja
escapar un afluente por una de sus muchas mejillas invisibles y se
limita a pedirle algo.
―Disculpe,
por favor, ¿no tendrá un cigarro?―pregunta,
sabiendo que su voz está demasiado cascada, ya sin esperanza de que
le reconozca.
―No,
lo siento. No fumo. Si quieres un caramelo… Es de miel, te vendrá
bien―contesta,
después de mirarle bien, convencida ya de que no le conoce.
―De
acuerdo, muchas gracias―y
una vez más, siente la condena. Una tristeza espantosa, que le
obliga a ser sincero y confesarle por qué sufre, aunque ella,
después, siga su camino- Una cosa más, por favor…
―Sí,
dime, pero… Si es dinero, lo siento, he salido sin el bolso―se
adelanta Nadia, sin maldad, creyendo saber cuál es su intención.
―No,
no es eso… Sólo quería saber una cosa…―duda
un poco, pero la pregunta ya sale, leve pero imparable, de sus
labios―
¿Alguna
vez te has sentido invisible?
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